domingo, 5 de noviembre de 2017

Europa: tenemos un problema (y una solución)

La exportación del problema Puigdemont (el potencial de quiebre de la convivencia asociado a este personaje inestable, fruto prototípico de un proceso de repliegue identitario agudo) a la capital de la Unión Europea puede tener el efecto positivo de que en Bruselas se tome conciencia de la gravedad del desafío a la democracia que plantea el soberanismo catalán, así como otros nacional-populismos con los que comparte numerosas características. El Brexit ha tenido efectos muy negativos sobre el problema de Irlanda del Norte, y la rebelión del independentismo catalán puede tener efectos muy negativos sobre el federalismo belga. En el futuro, quizás también sobre la cuestión corsa en Francia y sobre Italia con su mezcla de nacional-populismos xenofóbicos y anti-europeos. Europa nació para superar los nacionalismos, pero estos no han sido totalmente derrotados, por supuesto en lo que se refiere al nacionalismo de algunos estados miembro, pero también respecto al repliegue identitario de algunas élites de regiones ricas, como Cataluña. La solución no puede ser otra que la de aplicar los principios fundacionales del proyecto europeo, es decir, contribuir a superar los nacionalismos con la federación europea que recetó Spinelli en el Manifiesto de Ventotene. Tenemos mucha suerte de que el marco europeo disciplina mucho a todos los actores de la cuestión catalana. En su ausencia, quizás estaríamos hablando de una nueva Bosnia. Pero las instituciones europeas podrían hacer mucho más, si los estados confiaran más en ellas y les transfirieran más soberanía. Igual que en la política de defensa de la competencia, en la política monetaria o en la política fiscal, existen mecanismos para disciplinar ex ante a los estados miembro y a sus regiones, también en las fiebres identitarias deberían existir señales de alarma que permitieran a Europa actuar ex ante. Esto se podría hacer desde emitiendo reglas de buenas prácticas (como las del Consejo de Europa, fuera de la Unión Europea, con la Comisión de Venecia) hasta reglas de obligado cumplimiento que impidieran a las regiones acceder a fondos europeos en caso de incumplimiento, por ejemplo en caso de vulneración flagrante de la ley o de la necesaria lealtad federal. Por supuesto, lo mismo cabría decir de transgresiones de la autonomía regional por parte de los poderes centrales de los estados. Una aplicación de estos principios podría darse en el ámbito de la justicia. La prisión preventiva para miembros del gobierno catalán que vulneraron la ley a sabiendas (y presumiendo de ello, como ha escrito Roger Senserrich) y tras haber sido advertidos, es posiblemente desproporcionada. Así lo ha argumentado alguien tan poco sospechoso de simpatías independentistas como Carlos Jiménez Villarejo. Pocos dudan de que una vez se celebre un juicio, es muy difícil que estas personas (u otras que hubieran cometido un delito parecido en otro país) eviten sentencias que impliquen pena de cárcel. Lo que se cuestiona es si no se ha hecho un uso abusivo de la prisión preventiva, como probablemente se hace en otros casos, con personajes anónimos que han gozado de menos oportunidades en la vida y oportunidades para rectificar que los ex-consejeros catalanes. Aunque haber tenido cargos electos no debería ser un atenuante como piensan algunos, sino un agravante (puesto que a los responsables públicos cabe exigirles un plus de ejemplaridad), el caso presenta suficientes sutilidades como para que muchos piensen que otras autoridades judiciales más ponderadas hubieran procedido con más prudencia. A quienes han intervenido en este caso les afecta la sospecha de politización de la justicia, una sospecha que es frecuente en muchos sistemas políticos y judiciales, como en los Estados Unidos, donde una de las principales decisiones politizadas de cualquier presidente es el nombramiento de jueces de la Corte Suprema. Las instituciones europeas intuyo que ofrecen un marco donde estas cuestiones se pueden mejorar a partir de un sistema ya existente. Seguro que tanto la democracia española como la belga extraerán lecciones interesantes de las experiencias de estos días. Lo que es impensable es que el proyecto político de los ex-consejeros detenidos, es decir, el tipo de independencia de Cataluña que estaban planteando (y sobre cuyo fracaso se están ahorrando dar explicaciones debido a la polvareda de las detenciones), pudiera dar lugar a una menor politización de la justicia. Recordemos que en su Ley de Transitoriedad los independentistas pretendían que el poder judicial de su república independiente quedara más, y no menos, sometido al poder ejecutivo. Suerte, una vez más, que estamos en Europa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario